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jueves, 31 de diciembre de 2009

El límite de las leyes

Las leyes nunca pueden ser resultado del capricho de un puñado de personas. Las leyes --y demás normas-- restringen el uso de la libertad; libertad que es atributo humano por excelencia, porque ella es quien nos diferencia específicamente de lo simplemente zoológico. Por eso las leyes tienen que estar muy justificadas. Y si no, no son legítimas.

La libertad es la facultad que el humano tiene para elegir, en lo más íntimo de su ser, entre aceptarse y asumir que es una creatura que forma parte de un Universo con el que debe hermanarse y sentirse solidario, o --alternativamente-- rebelarse contra esta realidad ontológica suya y pretender ser él quien imponga su capricho al resto de la Creación, en un estúpido e inútil intento de ‘hacerse como Dios’ (intento abocado, claro, al tormento de comprobar que es metafísicamente imposible, inalcanzable).

Por esta libertad es por lo que cumple el humano su función de asumir en él los condicionantes biofísicos que comparte con el cosmos, y elevarlos a la categoría de libremente aceptados y gobernados… a través de su conocimiento. Por esto, la libertad es mucho más que un atributo individual: es la vocación que define a toda la especie para cumplir un papel ontológico insustituible.

De aquí que la libertad humana sea ‘sagrada’; sea el tesoro más protegible; y que no se pueda restringir caprichosamente, sino por motivos estrictamente tasados. Éste es el núcleo fundamental en que debiera sentarse toda ‘filosofía del Derecho’.

Mas, ¿cuáles son estos motivos tasados? Los correspondientes a aplicar el concepto de la ‘defensa propia’, única causa por la que limitar la libertad de acción de otros. Defensa propia para uno mismo, o para algún o algunos desvalidos que estén siendo injustamente atacados o en riesgo inminente de serlo. Defensa propia que podemos definir como el amparo, protección, socorro, o ayuda establecida para garantía de una plena (sana, satisfactoria) sobrevivencia propia o de otros. Defensa propia, en fin, cuya legitimidad proviene y se fundamenta en ser conforme con los Derechos Humanos que históricamente vienen resumiendo nuestra condición ontológica, su realidad y su dignidad. Porque la libertad de uno termina --recordemos-- donde comienza la de otro u otros.

Por eso las leyes, que restringen la libertad individual, tienen forzosamente que justificarse por que protejan un bien, un patrimonio colectivo o incluso también individual, pero siempre que su protección sea, y sólo cuando sea, ‘imprescindible’ en orden a ese respeto, apoyo y fomento de los Derechos Humanos universales, de los que el primero y principal es el derecho a vivir, sobrevivir y convivir en pacífica y equitativa complementación. Los Derechos Humanos en su integridad comienzan, en efecto, con el derecho a vivir, a hacerlo con salud psicosomática y con reconocimiento de la grandeza e importancia ontológica que le corresponde al ser humano, y concluyen con la promoción y defensa de la convivencia en justicia y eficiencia sostenible y --por tanto-- pacífica. (Así, no son ‘legítimas’ cualesquiera demandas o acciones que causen o contribuyan a la muerte o enfermedad, o al desequilibrio social que atenta contra el derecho a la paz).

Pero incluso esta ‘defensa propia’ también tiene sus limitaciones, sus requisitos para que sea válida o validable:
a) Ha de plantearse frente a un ataque o inminencia de ataque que atente contra la condición humana en cualquiera de sus manifestaciones y derechos universales inherentes a ella, tanto sanitarios como económicos; del derecho a una convivencia eficiente en paz, o de cualquier otro.
b) Debe referirse a la protección y reparación de, precisa y exclusivamente, esos mismos derechos, y no a otros posiblemente esgrimidos eventualmente por intereses ocultos, sectarios u oportunistas (como suelen ser los que invocan ilícitamente algunos tiranos).
c) Debe ejercerse mediante una acción que sea imprescindible e insustituible para neutralizar el riesgo o el ataque.
Y d) debe desarrollarse mediante una actuación estrictamente adecuada, proporcionada, a la eficacia del propósito de defensa perseguido y al respeto a los derechos humanos de todos.

Más aún: la razón por la cual la ‘defensa propia’, aun cuando restrinja la libertad de comportamiento de las personas (y, desde luego, mucho más si, por ejercerla, se infiera ‘daño’ a alguien), está justificada es por la aplicación de un criterio ético de general aplicación: la teoría del ‘doble efecto’.

Pero de ésta hablaremos en otra ocasión.

Javier de Fernando

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