La progresiva evolución de la primitiva República neanderthalensis se coronó al alcanzar la moderna Monarquía parlamentaria
En los comienzos prehomínidos,
su organización tribal, de bestial sentido
territorial que excluía a todo vecino --algo así como lo que predicaban los nazis y predican ahora los fanáticos
separatismos, racistas terrorismos genocidas--, cristalizaba en una especie de República,
que sometía el clan al vencedor de
la lucha por el poder (cual manada que hocica ante el macho victorioso), erigido en tirano incluso despiadado
(recuérdense los ‘sacrificios’ mayas).
Poco a poco, con
el aumento de población, crece la
complejidad social y se requiere ‘progresiva’ especialización del
trabajo, de las competencias y las responsabilidades. Hasta el punto que el jefe,
por imperativo de sobrevivencia,
necesita rodearse de un grupo de asesores que, con el tiempo, aumenta en
número y en frecuencia de debates internos:
es el germen de los posteriores Parlamentos.
Curiosamente, a
medida que éstos van asentándose
como órgano consultivo para resolver lo cotidiano, el jefe va cediendo paralelamente protagonismo, en tanto que el tal cuerpo colegial invade y asume funciones
ejecutivas.
Por otra parte, en la cultura occidental la Jefatura de los Estados va emancipándose progresivamente de la reyerta
fratricida de ambiciosos u oportunistas,
recurriéndose
para ello a un sistema preferentemente hereditario que garantice mejor la estabilidad y, sobre todo, la continuidad
en la eficiencia de una convivencia
pacífica.
Era el lujo que
sólo la Historia y la riqueza intelectual podían regalar a los países europeos, que supieron
aprovecharlo. De modo que cuando
fueron fraguando poco a poco --como en Inglaterra-- los Parlamentos, las Monarquías DIERON a las Repúblicas EJEMPLO
de que los Jefes de Estado se
reservan una función simbólica, de representación nacional e histórica, y de cohesión superando
discrepancias de criterio o planteamiento para
las
posibles soluciones a los avatares diarios; pero ajena a la refriega partidista y por encima de sus mezquindades.
De este modo, la Jefatura
republicana IMITA a las Monarquías, pero torpemente: porque somete al país
periódicamente a una multiplicada e innecesaria lucha paranoica por ostentar un poder que sólo será figura simbólica y de freno a los excesos sectarios.
Porque, de otra
parte, si el Presidente de
República, tal vez haciendo prevaler el sufragio (directo o indirecto) por el
que resultase aupado, quisiese ejercer facultades ejecutivas como las que asumió el General De Gaulle y sus sucesores, o las que asume el
Presidente de Rusia o el de EE.UU., correríamos el riesgo de estar emulando la figura de
los procónsules
romanos que, nombrados con fecha de caducidad, en cambio eran auténticos
dictadores totalitarios a plazo tasado.
Más aún: recordemos
que en tiempos modernos fue una República, la de Weimar, la que hizo
posible la brutal paranoia nazi. O la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la despiadada
tiranía stalinista.

¿A cuento de qué,
entonces, la insistente matraca de hacer un nuevo referéndum; matraca sostenida precisamente por quienes ¡jamás! sus antecesores dogmáticos sometieron a referéndum alguno lo
que impusieron incluso mediante
el exterminio de todo aquél que no se declarase ateo y
adicto al marxismo… stalinista por más señas?

Porque la evolución
de la cultura humana sobre la Tierra nos
muestra, en cambio, que la mejor organización social se corona (culmina)
con el régimen monárquico-parlamentario por el cual el Jefe del Estado asume
la representación de éste, pero las leyes las aprueba el Parlamento. Y con la ventaja de, a tal simbólica y
neutra representación popular, haberla
excluído de reiteradas contiendas paranoico-ambiciosas.
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