Dios existe. Y la libertad humana, también. (Epílogo: el Tenorio, y los talentos)
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Hay otro refrán español que advierte que “es bueno tener niños a quienes echar la culpa”. Y algo así le sucede también al género humano desde hace cientos de miles de años respecto de ‘los dioses’: que le gusta tenerlos para poder echarles la culpa de muchos males…
Es lo mismo que hace el Tenorio de José Zorrilla cuando dice: “Clamé al Cielo y no me oyó; y pues sus puertas me cierra, de mis pasos en la Tierra responda el Cielo, y no yo”.
Hay que reconocer que este sofisma de Don Juan, en la misma línea de buscar otros a quienes echar la culpa de lo nuestro, es hábil y hasta podría arrancarnos --a primera vista-- un “¡pues tiene razón!”.
Pero la realidad es que está cometiendo el error (denunciado ya por Aristóteles) de la 'petición de principio’ que vicia cualquier posterior conclusión: el de partir de una premisa (que, en cuanto tal, se da por sentada e irrefutable) que luego resulta ser lo mismo que se quería probar: en nuestro caso, el que es ‘el Cielo’ quien debe estar a nuestro retortero, a nuestras órdenes, a toque de corneta nuestro, y no al revés; cuando es más cierto que querer ser el dictador, el dueño y señor del ‘Cielo’ (como si a la fuerza tuviese siempre que atender cuanto le reclamemos), es tanto como querer uno ‘hacerse como Dios’. Y ya sabemos que esto último es una memez pretenderlo, porque es un imposible metafísico.
Lejos de esto, el evangelio de San Mateo (25, 14-30) nos refiere una parábola: la de los talentos (o monedas; para entendernos) que un señor entrega disparmente entre tres de sus empleados: a uno le da solamente uno, a otro le confía dos, y al tercero le presta hasta diez, para que todos ellos les saquen el mayor rendimiento posible…
Y ¿qué sucede? Pues que el que recibió diez, complacido por el montante del encargo, se afana y consigue otros diez; el segundo, aunque ya a regañadientes y renqueando, también logra otros dos; PERO el primero, a quien sólo se le entregó uno, desanimado por la escasez del encargo, optó por guardarlo simplemente y sestear, pensando que por mucho que se esforzase… ¡para lo poco que, aun así, podría conseguir!... ¡lo mismo daba trabajar que no: poco se iba a notar!
Y ¿qué pasó? Pues que fue este último el que se llevó la bronca cuando hubieron de rendir cuentas los tres. Pero ¿por qué, ¡pobrecillo!, si, efectivamente, al dueño le iba a dar igual tener un simple y mísero talento (o moneda) de más, que quedarse como estaba?
Pues --y es interpretación personal que no solemos oír-- porque hay que sacar provecho de lo que se nos da, aunque haya sido muy poco. Porque lo que se nos pide es que, con lo que tengamos, y aunque sea tan escaso que con eso no vayamos a salir de pobres mientras otros, quizá más lerdos y villanos pero con muchos más medios a su alcance, escalan la fama…; con lo que tengamos --repito-- procuremos aportar al acervo común lo más y lo mejor posible de nosotros mismos…
Y ¡no por obtener esto o lo otro, o conseguir prebendas o halagos públicos!; sino simple y llanamente porque eso es lo que corresponde a nuestra condición ontológica de ser y formar parte de un todo… al que debemos nuestra solidaridad, apoyo y compromiso,… como único medio de ‘encontrarnos con nosotros mismos’ y caminar hacia alcanzar nuestra ‘plenitud existencial’ (imposible de lograr si ‘vamos por libre’, desentendidos y ajenos al conjunto al que, querámoslo o no, pertenecemos como creaturas humanas que somos).
De modo que no se trata de lindezas, sino de encararnos a la cruda realidad: ¿queremos realmente ser humanos? ¿o preferimos seguir siendo bestias de la selva, haciendo cada uno la guerra por su cuenta?
Prof. Dr. Fernando Enebral Casares
(puede verse también en http://fernando-enebral.blogspot.com)
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